DESAYUNO APRENDIENDO A CONDUCIR

Baja las escaleras apresuradamente, claqueando en los peldaños de madera con los tacones, mientras se va colocando el fino abrigo sobre el vestido rojo, aún con los pendientes en la mano, con la intención de ponérselos frente al espejo de la entrada. Para terminar de arreglarse, se recoloca el pelo con las manos y dibuja sus labios, con el mismo gesto de siempre, cuando acaba parece que ha dado un bocado a una frambuesa.
– Dónde vas preciosa?
– He quedado con Manolo. Tomaremos un café debajo de su casa. Al acabar pasaré a ver a mis padres. Estaré de vuelta a la hora de la cena.
Se despide de ella dándole un beso, temeroso de robarle color y tiempo. Sale a despedirla al coche, hasta que la pierde de vista.
A ella le encanta conducir, lo hace con mucha seguridad, guardando las distancias y con respeto. Ha tenido buena escuela.
Le separan de su destino unos veinticinco minutos, que aprovecha para ponerse la música que le gusta y tararear, feliz, siempre va feliz.
Cuando llega al último cruce de la avenida, antes de tomar la rotonda, puede ver como la está esperando. Aunque está prohibido en poblado, le pita y agita el brazo para llamar su atención y él como siempre, gesticula dando indicaciones de giro de rotonda y cambio de sentido, a cincuenta metros hay un hueco para aparcar y eso a ella se le da genial. Podría considerarse una manía, pero desde siempre se reta hacerlo con el menor número de maniobras posible y comprueba el paralelismo con el bordillo de la acera y los centímetros con los vehículos colindantes. Perfecto! Tuvo buen maestro.
Manolo dice al cuello de su camisa, que por aquel entonces el tenía veinticinco años, ella… si tenía veintiuno. La cuarta y la única chica de todos los hermanos, que pasaban por sus manos.
Él les enseñaba a conducir, pausadamente, con respeto y precaución.
Manolo se dió cuenta enseguida a quien tenía delante, teórica en tiempo récord, cero fallos y de la práctica tienen una anécdota.
– Qué bien te veo?
– Hola Manolo, si. Hasta yo me veo estupenda.
Juntos entran en la cafetería y buscan una mesa que se ajuste a la conversación.
– Me has tenido muy preocupado todo este tiempo. Tu madre me iba informando de como te encontrabas.
– Si, también me decía que cuando te veía preguntabas por mí.
Él no da tiempo a que se enfríe el café, ella toma el café con leche en ocho tiempos, volviendo a leer en los descansos de los sorbos, marcando sus labios en la taza, la frase del azucarillo, todas y cada una de las veces, como si fuera a encontrar una nueva frase y esta vez es insulsa, «Piense usted lo que quiera pero piénselo», piensa que han pensado poco.
Tiene mucho más interés en lo que Manolo le va contando. Sus viajes… Praga, donde por supuesto hay «pragas». Se ha recorrido media Europa, de verano en verano. Kilómetros en coche, vuelos directos, mochila, bota de vino, fuet y jamón serrano.
Ellos Kilómetros han recorrido juntos, unos cuantos, recuerdan por la autovía paralela al mar, en el Opel Kadett, un día de prácticas, la única alumna que yendo al volante, se atrevió a decir:
– En estos momentos, llevo yo el volante, pero el conductor y responsable eres tú?
– Si, en la teoría el conductor soy yo.
– Entonces, puedo ir a ciento veinte?
– Si.
– Me dejas?
– Te atreves?
– Tú qué crees?
– Adelante!
Se miraron, y no lo pensaron más. Ella pisó el acelerador a la vez que la satisfacción. Adelantaron a los vehículos del carril derecho, por el carril izquierdo. Él desactivó el aire acondicionado, para que ella sintiera como variaba la potencia y se aceleraba en menos tiempo.
Disfrutó de la autovía, conduciendo con libertad, una vez superado el examen por ley, en aquellos tiempos, durante un año por ser novel, no podría pasar de ochenta.
En todos los años que Manolo dedicó a su Autoescuela, nadie le propuso ir a ciento veinte.
Pero ella si, y no solo eso, a más velocidad le ha debido llevar. Alguna vez él ha dejado caer que lo enamoró, cuando lo afirma, se vuelven a mirar igual que cuando pedía más velocidad y él la complacía, como a una niña caprichosa. Ella pedía y él permitía.
Él le asegura que ha estado muy preocupado, ella le dice que estos tres años la han endulzado, que habla más despacio, que es menos impetuosa, que vive más despacio. Antes hablaba y luego pensaba, ahora piensa y luego en ocasiones no hace falta hablar, solo mirar.
El insiste en que sigue teniendo veinticinco años, mientras la acompaña hacia casa de sus padres. La diferencia entre ir a ochenta o ciento veinte, «es de más de veinte».
Ya en el portal, ella le dice que siente que tiene veintisiete. Mirándola fijamente, le dice:
– Entonces yo tengo veintinueve.
Como dos jovenzuelos, se despiden junto a la farola que ilumina el patio.
– Hasta de inmediato.
– Eso, de inmediato, quiero volver a verte.

A ciento veinte…QUIERO MÁS.