DESAYUNO CON MOZART A LA LUZ DE LAS VELAS

Es una noche fría de noviembre, no es tanto si va de la mano del calor de su madre, noche única, irrepetible. La capa no es suficiente para templar el cuerpo, quizá un sombrero habría abrigado sus pensamientos. A la izquierda el río, a la derecha el casco antiguo de la ciudad. Su madre la arropa como si tuviera cinco años, con su mirada cálida le calma las preocupaciones y con su presencia la hace sentir dichosa, por tenerla, por disfrutarla y por vivir juntas experiencias. Quiere recuerdos presentes y futuros. Mientras esperan la llegada de él, para burlar el fresco hacen guardia real a las puertas del patio del convento. Veinte pasos dirección al mar, media vuelta, veinte pasos al interior, con las únicas armas de defensa del vínculo del amor. El amor y el tiempo es oro.
Oro era los adornos que vestían la capilla del Convento del Carmen, ahora es un centro de ocio, un espacio cultural, gastronómico y mercado.
En la fila que se ha formado a la entrada una pareja de enamorados, un matrimonio agradeciendo el regalo de su hija, unos cómplices amigos por el momento, otros que llegan tarde a su sesión y los que salen del Interior con el toque de magia en el cuerpo, todos a los pies del convento en acto de contrición.
Los que entran descubren la destacada cúpula de media naranja, los florones esculpidos en las claves de sus crujías, tan solo queda la estructura, parece un saqueo histórico; el suelo damero de blancos y negros verdosos de mármoles reflejan la luz de las velas y duplican la oscilación de las llamas encendidas. En el altar, el escenario.
Cuarteto de cuerda, una viola, dos violines y un violonchelo; cuatro mujeres valencianas, un mismo sueño, plena dedicación, una pasión, miles de velas y un genio, Mozart.
La estructura negra de hierro construida a imagen y semejanza de la nave dibuja a escuadra perfecta y paralela la arquitectura de la antigua Iglesia. Se convierte en el marco de un espectáculo para el cerebro y los sentidos. Las estufas que cuelgan del forjado enfocan los rostros, dorándolos de reflejos, calientan el espíritu, pero más calienta su madre a su lado, como una niña deleitando expectante de comienzo la sesión. Un poquito ha protestado, por el frío, por la noche, por los miedos, por el cansancio de los avatares de cada día. La experiencia promete y dará sentido al esfuerzo y al capricho.
Las velas repartidas por las naves laterales sobre altares entelados en negro, otras dispuestas en el lugar que ocupaba el coro, otras en el suelo dibujando los lindes de la planta y crucerías, algunas sobre bancos olvidados del rezo; crean una atmósfera confortable y despistan el olor a humedad que rezuma de las paredes del antiguo convento. Mientras dure el concierto será la única luz que ilumine, tenue, cálida y acogedora.
El cuarteto comienza con la obra de Boccherini, cuatro mujeres valencianas, fruto de la formación académica del Conservatorio superior de Valencia dan las notas a las obras.
Primera pieza sonando, “Música nocturna de las calles de Madrid”. En ese ambiente es fácil concentrarse. Cierra los ojos y se deja llevar por la sinfonía. El ritmo te describe el ambiente de las bulliciosas calles de la noche, escenas nocturnas que parece mirar con nostalgia a la alegría y el bullicio de la capital de España, recordando el sonido de las campanas de las iglesias de la ciudad en su llamada para la oración vespertina, los bailes populares que fueron el deleite de sus jóvenes y los mendigos ciegos tocando sus instrumentos de rueda hasta que los soldados de la guarnición local dan el toque de retreta de medianoche con su recogida en los cuarteles. Todos interpretados al mismo tiempo, yendo y viniendo de forma sincrónica y asincrónica. Tiene un carácter humorístico y te lleva a la estación actual con las calles navideñas, castañeras, el rastro de los domingos, el vermut, la plaza Mayor, bocata de calamares y unas napolitanas en la puerta del sol, alegría, risas, amistad y mucho cariño.
La imagen aún en su cabeza acompañada en la puerta del Sol da paso a Mozart con el “Ave Verum”, pieza religiosa compuesta en el último año de su existencia, es como una despedida, culminación de su paso en la vida, plena y satisfactoria. No le entristece, todo lo contrario, le consuela, le confirma lo complejo que es el mundo y sus incomprensibles angustias a veces injustificadas. Le lleva a la reconciliación entre lo personal y lo universal. El paisaje perfecto para escucharla sería dando un paseo por la alborada madrileña del parque del Retiro, puede que las lágrimas broten por sus mejillas contra su voluntad como si fuera un regalo navideño.
La siguiente pieza que se escucha es “Divertimento en Re M”, Mozart la compuso con tan solo dieciséis años, Allegro, Andante, Presto…música de fiestas y banquetes, con el único propósito de distraer a los oyentes. Su cerebro tintinea y siente la necesidad de abrir los ojos, el rojo incandescente de las estufas ha entibiado sus párpados. Tiene la curiosidad de observar al público, dos filas por delante un hombre de unos cincuenta años, viste jersey negro de cuello alto. Acomodado en su asiento también ha preferido mantener los ojos cerrados, tiene las manos frente a su mentón sin llegar a cerrarlas, sin tocarse casi orando, la izquierda envuelve a la derecha sin rozarla, ambas parece que sostienen una bola de cristal delicada. Sacude las muñecas y dirige ciego la entrada de instrumentos, las subidas y bajadas de intensidad, mientras las pulseras negras de cuero bailotean y cascabelean el ritmo sordas sin emitir sonidos, sencillamente danzarinas. Aquel caballero está inmerso en el festín de Mozart. Seguidamente disfrutamos de “Adagio del cuarteto KV156” del período de la estancia del compositor en Milán y “Pequeña serenata Nocturna” una de tantas obras maestras del célebre maestro. Es un recorrido por la mente maravillosa de Mozart, es energía, felicidad, diversión y romanticismo en una pieza que debe ser escuchada en cuanto esta lectura termine.
No hay historia ni vida sin amor correspondido o no, el cuarteto elige a E. Elgar, quién componía para Mozart. En el verano de 1888, Edward Elgar y Alice Roberts estaban prometidos. Edward decidió pasar unas vacaciones con un viejo amigo en Settle, Yorkshire. Cuando partía, Alice le dio a Edward un poema que había escrito titulado “La gracia del amor.” Durante las vacaciones Edward correspondió el gesto y musicalizó el poema. Escribió una pieza breve para ella que llamó “Saludo de amor”. La obra llevaba la dedicatoria «A Carice», una contracción del nombre de su amada Caroline Alice, con el que su hija fue bautizada. A su regreso Elgar le mostró la obra a su esposa y le propuso matrimonio. Se casaron en Londres en mayo del año siguiente.
Ella ha escuchado el Saludo del Amor con los ojos cerrados de nuevo. Ha sentido el ritmo de su corazón, el pálpito de su pulso, ahora más intenso, ahora menos, calmado, pausado, acelerado, cambiante, sin aliento, hondo, extenuado. Como es el amor con diálogo y sin diálogo, loco y ciego. Sin razón.
El caballero de la segunda fila sigue loco y ciego dialogando con sus manos y la música en su interior.
De colofón el cuarteto ha seleccionado a Schubert, suena “La Serenata” escrita durante el que sería su último año de vida una de sus obras más populares. La escucha con devoción, le conmueve la hondura del sentimiento que Schubert refleja en ella, su belleza y serena melancolía. Schubert quizá presentía su próximo fin, pero no hay amargura ni desesperación, sólo el deseo de encontrar el amor y la paz. Schubert fue un poco aventurero, vivió amores ciegos y locos que le llevaron a enfermar por exceso de sensualidad hasta morir.
La
serenata tiene su propia letra, ella recuerda una de sus versiones:
“Quedo implorando mis canciones
A ti a través de la noche;
Abajo, en la tranquila arboleda,
¡Amada, ven a mi lado!
Murmurantes, esbeltas copas susurran
A la luz de la luna,
El acecho hostil del traidor
No temas, tú, amada.
¿Oyes gorjear a los ruiseñores?
¡Ay! Ellos te imploran,
Con el sonido de dulces quejas
Imploran por mí.
Comprenden el anhelo del pecho,
Conocen el dolor del amor,
Conmueven con los argentinos sonidos
A todo tierno corazón.
Deja también conmoverse tu pecho,
Amada, escúchame;
¡Trémulo aguardo el encuentro!
¡Ven, hazme feliz!”
Los aplausos son la sinfonía que culminan el espectáculo, palmas agradecidas, pletóricas, sentimientos encontrados en el interior, venas por donde circula la sangre y las emociones sentidas en aquel santuario cultural de los nuevos tiempos. Nuevos enlaces neuronales creando vínculos y recuerdos presentes, que ya son pasado para el futuro.
Cuando sales de allí, alcanzas la inmensidad del poder de la música.
Ella pinta con el alma cuando escribe y ¿aquellos genios? Se pregunta cómo podían contar y transmitir tanto juntando a veces solo cuatro notas.
El caballero de negro le ha leído el pensamiento y le susurra al oído “Dónde la palabra no alcance que comience la música”.
La bola de cristal que el misterioso hombre parecía portar en sus manos se ha esfumado, pero no su magia. De sus bolsillos sacudiendo de nuevo las pulseras de cuero, saca unos ovillos de hilo rojo. Mientras se aleja va lanzando como si fuera serpentinas de festines hilos al infinito en todas las direcciones, para que tú si caminas por Valencia, por Madrid o por París, cerca del río, la puerta del Sol o el Arco del Triunfo, cojas un extremo y estires, lo sigas y acudas al concierto a la luz de las velas y te enamores de la música de los genios y de ti mismo.
Música clásica a la luz de las velas…QUIERO MÁS.
Fernando Sancho de la Fuente
¡Bravo!