EL RETO II

Un giro más y un milagro sacudió sus ojos: palmeras, arbustos, algún huerto y animales. Jaimas de colores, camellos, niños jugando; habían llegado al campamento Tuareg…
Los niños, nada más verla, dejaron sus juegos y fueron a su encuentro, mientras las mujeres comenzaron a rodearla gesticulando entre ellas, hablando un dialecto que ella desconocía. La desconfianza dio paso a gestos amables y en silencio, le ofrecieron agua y comida. Un niño se agarró a su pierna y tiró del pantalón; Silvia se agachó y este la abrazó, mientras otro tocaba, visiblemente sorprendido, la estridente gorra que contrastaba con el dorado cabello de la joven. La ternura y la calidez de aquel abrazo logró recomponerla de nuevo, haciéndola cerrar brevemente los ojos, mientras exhaló aliviada.
Una hermosa mujer de tez oscura, ataviada con una túnica y velo color índigo, la acompañó a una jaima cercana donde pudo asearse un poco y cambiarse de ropa.
Rápidamente se desprendió de la sudada gorra, liberando su larga melena, mientras intentaba sacarse las zapatillas sin desatarlas. La camiseta había dejado de ser blanca, apenas se distinguía el logotipo impreso de la «ong» entre tantas salpicaduras de sangre seca y el tejano estaba igual o peor. Disponer del escueto aseo le produjo un placer que no había experimentado antes. Una garrafa de cinco litros de plástico naranja tenía más valor para ella en ese momento que todo el dinero que llevaba encima; vertió con sumo cuidado el agua en un generoso cuenco de barro y mientras se aseaba, cayó en la cuenta de que nada de lo ocurrido, absolutamente nada, tenía sentido. Sin darse cuenta comenzó a pensar en voz alta:
—¡Quien me mandaría coger ese puñetero bote de espárragos! Claro, no te bastaba con ver un ratito «Netflix», no. Necesitabas un poquito de acción ¿no? —Su tono de voz subía gradualmente…
—¡Un reloj, un maldito reloj! Por el puñetero reloj, primero casi me desnucan, después intentan drogarme, se lían a tiros entre ellos, casi me dislocan el hombro y por si fuera poco, termino huyendo, a rastras, cogida de la manita del tío más guapo que he visto en mi vida, sin saber siquiera su nombre y enganchada a su cintura, como si no hubiera un mañana, a lomos de un caballo hasta este campamento, camping o como se diga… ¡Ay dios, cuanto me duele el culo!
Se secó el cuerpo como pudo, con un colorido trozo de tela, advirtiendo que, su piel, empezaba a adquirir suaves tonos azules y ocres; mientras, envolvió el pelo en otra más larga y oscura a modo de turbante, como tenía por costumbre. Sin embargo, la túnica añil arrastraba un poco así que se la arremangó para no pisársela al salir, cuando escuchó una voz que le sonaba familiar:
—Veo que te has cambiado de ropa. Te sienta bien. —Silvia levantó la cabeza, encontrándose frente al joven de la perturbadora mirada. Por un momento le flaquearon las piernas, aunque logró mantener la compostura:
—Muchas gracias por permitirme asearme, sé que andáis mal de agua por aquí. —Le dijo mientras esbozaba una ligera sonrisa, mientras pensó: «si todo lo tiene igual que los ojos… ¡Dios del amor hermoso!»
—Así es, el agua es un tesoro para nosotros. Es hora de comer, ¿quieres acompañarnos, por favor? —Le dijo, hablando educadamente, en un correcto y fluido español, realizando un ademán, señalando una jaima que, parecía ser, el epicentro de aquel poblado.
—¡Claro que sí! —respondió, de manera impulsiva, pero rectificando al instante—; Por supuesto, muchas gracias… «Contigo voy al fin del mundo si hace falta»
El poblado constaba de cuatro jaimas distribuidas estratégicamente: En la central, las familias nómadas hacían su vida común: comían y pasaban su tiempo libre. Cercana a esta, la más grande se usaba como dormitorio colectivo. Entre ambas, la cocina, realizada con adobe junto una pequeña despensa levantada con tejido de cestería; a derecha e izquierda, sendas parcelas para los animales, un pequeño huerto y una última jaima, alejada del campamento, donde los adultos disfrutaban de momentos de intimidad. Todas ellas cubiertas con telas y pieles de diferente naturaleza: pelo de camello, cabra y alfombras. Ligeras y con estructura triangular permitían dar cobijo, proteger del viento y la arena, además de proporcionar movilidad necesaria para la búsqueda constante de agua y pastos para el ganado… Mientras caminaba junto al joven guerrero, por el rabillo del ojo y de manera discreta, fue observándolo mientras pensaba: «dos palmos más alto que yo: metro ochenta si llega, quizás tres o cuatro años mayor…unos 27, como mucho…uhmm, ¡no está nada mal! Madre mía, como demonios son capaces de aguantar tanto tiempo aquí, y, ¿estos cuatro palos son capaces de aguantar esto?» —Pensó, viendo que ya habían llegado.
Silvia entró y quedó fascinada: el interior era muy acogedor, decorado con multitud de alfombras dispuestas en el suelo, así como dos grandes peanas habilitadas en el centro donde se apoyaban unos platos enormes donde se repartía la comida y se servía el té. Mullidos almohadones estaban repartidos por todo el perímetro de la tienda, ofreciendo al visitante una enriquecedora mezcla visual.
El resto de los hombres de azul estaban sentados en una esquina junto a una de las mesas, sin quitarse el turbante que les tapaba el rostro, dejando al descubierto sus ojos. Las mujeres eran las encargadas de servir las enormes bandejas de las cuales comían todos usando sus manos.
Ellos se sentaron en medio, pero a la vez, separados del resto. Los niños junto el resto de mujeres de más edad estaban en el lado opuesto. Silvia dedujo que el joven era el líder o jefe de aquella tribu, pero no dejó de tutearle en ningún momento.
—¿Cómo podéis comer sin quitaros eso? —señalando el velo que llevaban los hombres.
—Cuando un hombre ríe, bebe o come, levanta el «anagad» que es la parte del velo que cubre la boca y la nariz hasta debajo de los ojos.
—Y, ¿no os lo quitáis nunca? —Respondió asombrada la joven.
—Nuestro velo es nuestro signo visible de pertenencia a nuestra raza. Somos Tuareg; son nuestras costumbres.
Una mujer de mediana edad se les acercó sosteniendo un cuenco repleto de un guiso de carne con distintas verduras, acompañada de una sémola de trigo que depositó sobre la peana y realizando una leve inclinación con la cabeza hacía abajo, a modo de reverencia o saludo, marchó a sentarse junto al resto de mujeres. Compartieron comida del mismo plato, rozando sus dedos sin dejar de mirarse
El tiempo transcurrió sin apenas darse cuenta. La tarde estaba mediada, las dunas se volvieron de un intenso color anaranjado dando paso a un atardecer rojizo que envolvió el lugar haciéndolo misterioso, intenso y mágico. El paisaje despejado ante sus ojos estaba cubierto por el velo de otra estación, otro tiempo quizá, que hizo que Silvia se sintiera inquieta y quisiera obtener respuestas. De pronto se paró en seco y preguntó al joven:
—¿Cómo sabías que estaba allí? ¿por qué me salvaste, si no me conocías? — y el joven, cogiéndola por los hombros, le habló.
—Alguien muy querido para mí predijo tu llegada; entonces no le creí. Durante años estuvo convencido de que llegaría una mujer joven, extranjera, de larga melena dorada como el sol, con ojos color esmeralda, piel blanca como la seda que cambiaría su mundo y… El mío
—¿Sabes qué? Estás empezando a darme miedo. Todavía no sé quién eres, cuál es tu nombre, que hago aquí y que quieres de mí. —dijo, cogiéndolo del brazo atrayéndolo hacia sí con tono elevado y frunciendo el ceño.
—¡No levantes la voz mujer! Y ¡entra! Aquí dormirás segura esta noche, nadie vendrá a molestarte.
—¿Qué soy ahora, tu prisionera? ¿Pretendes dejarme aquí sola, separada del poblado? Ni hablar, ¡yo me largo de aquí!
—Adelante, márchate si tanto lo deseas. —Gritó el joven— No durarás ni un día ahí fuera, en cuanto te encuentren y consigan lo que tú consideras el maldito reloj, tu vida no valdrá… ¡nada!
Silvia se paró en seco frente el acceso de la tienda, se dio media vuelta y con lágrimas volvió a preguntarle:
—¿Quién eres y cómo sabes tanto de mí? Por favor…
—Me llamo Anastan, soy tú protector. El reloj y la nota que encontraste en la playa de tu mundo perteneció a mi padre. El reloj lleva un «número largo grabado detrás». No te buscan por la nota, ni tan siquiera por el reloj, sino por el significado real de esos números…
Autora: MartaGuillén 30M20
Manuel
misterioso joven & misteriosa mujer
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