EL RETO IV

¿Todo esto es por el significado real de unos malditos números? Pero ¿este hombre se da cuenta de la tontería que acaba de decir? Vamos, que estoy yo para acertijos después de lo que he pasado.

Me da exactamente igual si estamos en el culo del mundo, a leguas de distancia de casa, a mí nadie me toma por idiota. O empieza a contar la verdad de todo este embrollo, o me largo y adiós muy buenas.   Estoy segura de que por aquí hay un camello, o dromedario, o algo con joroba, para llevarme a un lugar más civilizado donde la gente no farfulle estupideces.

Anastán me mira y sé, sin necesidad de palabras, que acaba de adivinar lo que pasa por mi mente. Sonrojada, como una chiquilla a la que han pillado haciendo novillos, dejo que su oscura mirada se clave en lo más profundo del alma.

—Si eres todo eso que dices, y de verdad estoy aquí por unos números que no sé qué significan ni sé si quiero saberlo, te agradecería que me contases la historia desde el inicio. Es lo justo —pido conciliadora.

—En esta vida no hay justicia. Es lo primero que debes aprender para sobrevivir en mi mundo.

—No quiero sobrevivir en tu maldito mundo. ¡Quiero volver al mío! —le espeto, harta de palabras que nada dicen y tanto ocultan.

Los ojos del tuareg arden en llamas. Supongo que no está acostumbrado a que una mujer le plante cara. Hago amago de seguir con la diatriba cuando me pone la mano en la boca y ahoga las palabras en el borde de mis labios. Todo mi cuerpo reacciona a ese roce, rendido a esa piel aceitunada.

 Será mejor que me calle, entre en este cuchitril y haga lo posible por descansar un poco. A la vista está que este hombre no piensa añadir nada más, y no voy a darle el gusto de vea que ha despertado mi curiosidad, y algo más, aunque ni yo misma entienda porqué.

El sueño tarda en llegar y, cuando lo hace, es un mal amante que no satisface en absoluto, sino que me mantiene en un estado de alerta, como los gatos, durmiendo con un ojo abierto por si acecha el peligro. Al cabo de un par de horas, o quizá minutos, no tengo mucha conciencia del tiempo perdida en este desierto, decido abandonar el empeño de dormir y salgo para despejarme.

La noche es fría y la camiseta no basta para cubrir la piel de los brazos, que se erizan con la baja temperatura. Es increíble, menudo contraste. Un escalofrío recorre mi cuerpo y una leve sacudida lo acompaña. Me abrazo el torso al tiempo que unos cálidos brazos me cubren con algo suave y caliente.

—¿No puedes dormir? —pregunta Anastán.

—No. ¿Y tú? —contesto girando el cuello para verle la cara.

—Tampoco. Mañana es un día importante.

—¿Importante? ¿Para quién? ¿Para ti?

—No, para ti —contesta, antes de bajar la mirada para posarla en mis ojos—. Mañana conocerás tu destino.

Y, sin decir nada más, se aleja en dirección a su tienda y me deja con la sensación de que ese destino va a ser de todo menos fácil.

Cuando el sueño, por fin, dejó de eludirme, el sol ya estaba alto en el cielo del desierto. A mi mente vinieron las palabras que tantas personas obligadas a madrugar suelen decirse: «Cinco minutos más». No hubo suerte. Abdanadak, el hermanastro silencioso, corpulento y hosco de Anastán, entró en mi tienda sin demasiada cortesía y no tuvo la decencia de concederme esos instantes más de descanso.

Lo acompañé hasta la carpa de su medio hermano. Anastán ya estaba fresco como el rocío matutino y sirviéndose el desayuno. Había estado soñando con él durante el poco tiempo que dormí y, ahora que estaba en su presencia, con el pelo desaliñado y las legañas pegadas a los párpados, el rubor cubrió por completo mi cara. ¿Se daría cuenta? ¿Podían sus llameantes ojos leerme la mente? ¿O, simplemente, era yo, haciendo conjeturas irracionales? Ese misterio, al menos, por el momento, quedó sin respuesta.

—Te dije que hoy conocerías tu destino.

Siento un nudo en la garganta que provoca que me cueste tragar. Un sudor agobiante me cubre la frente y las rodillas me tiemblas por la expectación. 

—Debes saber que tu sino está entrelazado con tu pasado. No puedo contarte toda tu historia, ya que no la sé, pero sí puedo decirte dónde encontrar respuestas.

—¿Dónde? —digo de forma casi inaudible.

Anastán vuelve a mostrarme la lista de números. El desaliento y el enojo me invaden.

—¿Otra vez esto? —digo en un tono poco amigable que pone tenso a Abdanadak, a mi espalda.

—Mi pueblo se guía por los vientos y las estrellas —me explica el tuareg—. Tu gente prefiere los números. Coordenadas, creo que lo llamáis. Eso es lo que te doy.

—¿Coordenadas de qué? —pregunto con impaciencia.

—De una ciudad. La ciudad en la que naciste.

AUTOR: Iván Rodríguez.