EL RETO v

Capítulo anterior

“—Te dije que hoy conocerías tu destino.

Siento un nudo en la garganta que provoca que me cueste tragar. Un sudor agobiante me cubre la frente y las rodillas me tiemblas por la expectación. 

—Debes saber que tu sino está entrelazado con tu pasado. No puedo contarte toda tu historia, ya que no la sé, pero sí puedo decirte dónde encontrar respuestas.

—¿Dónde? —digo de forma casi inaudible.

Anastan vuelve a mostrarme la lista de números. El desaliento y el enojo me invaden.

—¿Otra vez esto? —digo en un tono poco amigable que pone tenso a Abdanadak, a mi espalda.

—Mi pueblo se guía por los vientos y las estrellas —me explica el tuareg—. Tu gente prefiere los números. Coordenadas, creo que lo llamáis. Eso es lo que te doy.

—¿Coordenadas de qué? —pregunto con impaciencia.

—De una ciudad. La ciudad en la que naciste.”

Silvia miró desconcertada a Anastan ¿Se burlaba de ella? ¿Su destino eran unas coordenadas que la llevarían de regreso a Mallorca? ¿Qué era todo aquello? ¿Persecuciones, armas, drogas, guerreros? De pronto, se sintió indefensa y perdida. Sus ojos viajaron de un hermano a otro. Las sensaciones contrapuestas estaban confundiéndola. Amabilidad, hostilidad. Protección, inseguridad. Serenidad, impaciencia. Uno parecía sincero, el otro, era indescifrable. Deseaba creer que el tuareg realmente quería protegerla, pero ¿por qué hacerlo? Al ver las miradas cruzándose entre ellos, se angustió. Sus manos estaban mojadas y le costaba respirar ¿Había enloquecido? ¿Alucinaba? La imagen de su abuela, viviendo en un mundo de fantasía, le aterró ¿Y si la demencia era hereditaria? Sintió pánico ante la idea.

Necesitaba salir de allí, porque si se quedaba, enloquecería. Se fue, corriendo, sin parar, hasta que las piernas le flaquearon y se dejó caer, llorando. Primero con lágrimas silenciosas y, luego, sollozos. Quería que aquello desapareciera, despertar y llamar a su madre para que le dijera que todo estaba bien, como cuando era pequeña y, siempre, la misma pesadilla la despertaba: unos hombres persiguiéndola en las ruinas de piedra.

—Todo estará bien—la voz de tuareg la sobresaltó.

—Esto no es un sueño ¿verdad?

Él, negando con la cabeza, se sentó a su lado.

—Sé que estás asustada, pero necesito que confíes. Esto no se trata de ti o de mí. Es mucho más grande que nosotros.

—Por favor, dime qué sucede —suplicó, secándose las lágrimas.

El joven se encogió de hombros. Parecía preocupado, y ella, se estremeció.

—No tengo respuestas para ti. Solo sé que debo mantenerte a salvo, mientras me dicen qué he de hacer.

—¿Quién? ¿Quién debe decírtelo?

—La persona que predijo tu llegada. Espero su mensaje.

Abdanadak se acercó a él y le habló al oído. Los ojos de Anastan brillaron y sonrió a su hermano. Sin embargo, éste permaneció tan hosco como siempre, y mirando a Silvia con desagrado, se fue.

—¿Qué sucede? ¿Qué te ha dicho?

—El mensaje ha llegado —le dijo, y le pidió que esperara en la tienda.

Poco después, unas mujeres le llevaron algo de comer y una túnica, semejante a la que usaban los hombres. Le indicaron, a través de señas, que se la debía poner sobre los pantalones. Se negó, exclamando que no lo haría, no se disfrazaría, no, hasta que le dieran una explicación, pero las mujeres no la entendían. Y, sonriéndole, se fueron. Suspiró profundo y se dijo que daba igual, que confiaría en joven, porque sin él, no tenía opción de salir de aquel lugar. Y, con rabia, se puso la túnica.

De pronto, Abdanadak, entró a la tienda.

—¡Vamos! ¡Sal de aquí! —le dijo.

Silvia, sin demostrar su temor, lo miró desafiante. Parecía odiarla, y no entendía por qué. El joven, con sus ademanes bruscos y mirada impenetrable, la enfurecía y asustaba a la vez. Con la cabeza en alto, se mantuvo inmóvil. Y él, molesto, tomándola del brazo,la arrastró fuera. Al ver a los hombres en sus caballos, detenidos frente a ella, con espadas y miradas feroces, se paralizó. Buscó a Anastan y al no encontrarlo, desesperada, comenzó a gritar su nombre.

—Si obedeces, será mejor para todos —le advirtió Abdanadak—. Y así, nos libraremos más pronto de ti.

La joven, creyendo que estaba en peligro, retrocedió, pidiendo auxilio. Él la inmovilizó con sus brazos y al ver que Anastan se acercaba, la soltó y le dijo, furioso:

—¡Ahí la tienes! ¡Hazte cargo de la extranjera!

Comenzó a caminar muy de prisa de regreso a la tienda, pero su hermano se le acercó. Silvia, intranquila, lo vio gesticular y negar con la cabeza. Luego, ambos regresaron.

—Espero que sepas lo que haces, hermano —le dijo, subiendo al caballo.

Anastan le dio un golpe en el hombro, en señal de paz, y luego, le dijo a la joven:

—Iremos a ver a alguien que podrá ayudarnos. Viajarás con esa túnica para que no seas reconocida si nos encuentran. Procura mantener el rostro cubierto.

Cuatro días después, aún seguían viajando. Silvia había pasado las noches en una pequeña tienda, escuchando, sin entender, las conversaciones de los hombres, intentando reconocer la voz de Anastan y así sentirse protegida, porque en aquella locura tenía sólo una certeza: ellos le obedecían sin cuestionar. Todos, excepto Abdanadak, que si bien, discutía, respetaba siempre a su hermano.

De pronto, se descubrió esperando el atardecer para poder sentarse junto al joven o, simplemente, observar su rostro envuelto en el velo azul, mirando al sol ocultarse en el horizonte ¿Quién era? ¿Qué pensaba? ¿Qué cosas lo alegraban? ¿Qué sueños tenía? Quería saber quién era aquel hombre que hablaba perfecto castellano, que conocía sus costumbres y, que de pronto, aparecía salvando su vida y, autoproclamándose, su protector. Pero, por más que lo intentaba, no lograba obtener información alguna, y sus conversaciones terminaban siempre en: “memoriza los números 856265995”.

En las largas jornadas, mientras trataba de no perder el equilibro en el caballo, repasaba todo lo sucedido y, cada vez, más interrogantes surgían. El número en el reloj: 856265995, su lugar de nacimiento que parecía no ser Mallorca, el hombre que había anunciado que llegaría, el reloj del padre de Anastan, ¿sería Pascual Hernández Linares el padre? De ser así, tendría aproximadamente 77 años cuando él nació. Algo no le cuadraba, y por más que intentaba atar cabos, nada lograba encajar. La monotonía del viaje la mantenía en una tranquila tensión, temiendo que algo sucediera y, a la vez, sintiéndose cada vez más compenetrada con el desierto, como si ya lo conociera.

Un día, de pronto, el pasaje cambió. A lo lejos, vieron un pequeño oasis y un campamento. Los recibieron con muestras de alegría, como si de antiguos compañeros se tratase. Los llevaron a una tienda, y al entrar, el aroma a perfume, los velos de colores y los cojines, delicadamente bordados, sorprendieron a Silvia. Ese ambiente, cálido y mágico, en medio de aquella desconcertante aventura, la calmaron. Una joven mujer, con la cabeza cubierta con un velo celeste y vestida con una delicada túnica, parecía esperarlos.

—Que la paz sea contigo, Kahina.

—Bienvenidos —La suave y cálida voz reconfortó a Silvia—. Por favor, siéntense. Me alegro que hayan podido venir tan pronto.

—Pensé que estaría tu padre aquí.

—¿Desilusionado? —preguntó, haciendo una mueca con los labios.

Silvia observó como el joven mantenía los ojos fijos en ella y, por primera vez, dejaba caer su velo. Contuvo el aliento al ver sus facciones varoniles y la sonrisa algo tímida. Se miraron durante unos largos momentos y la complicidad de ambos, hirió a la joven.

—Por supuesto que no. Confío en ti, tanto como en él. Es sólo que no sabía que estarías aquí. Ha pasado mucho tiempo, Kahina.

—Así es, Anastan. Pero ya tendremos oportunidad para hablar de ello —aseguró.

Silvia observaba con el corazón apretado como se miraban, en un juego íntimo que le dolía, y cuando sus palabras se convirtieron en susurros, bajó los ojos, para no verlos. Sintiéndose totalmente excluida, se decía que él no era nadie, solo un tuareg nómade que vivía en un mundo ancestral.

—Kahina tiene algo que decirte —dijo de pronto Anastan.

—¿Y quién es ella? —preguntó, molesta, haciéndole notar que no la había presentado.

—Es la hija del hombre que predijo tu llegada. El mensaje que recibí era de ella. Tiene información para ti.

—¿Y qué información puede tener …ella?

—Sabe cosas que nosotros no. Lee las estrellas y los espíritus le hablan.

—Eres una… ¿adivina? — preguntó, despectiva.

El tuareg la miró con los ojos en llamas, como si la hubiese insultado, pero la joven, esbozando una leve sonrisa, respondió:

—¿Adivina? No lo creo. Se me ha concedido el don de leer el alma de las personas, escuchar mensajes de los espíritus y de entender a las estrellas.

—¿Y qué te han dicho las “estrellas” sobre mí? —se burló.

—En tu vida, al igual que en esta tienda, no todo es lo que parece: si quitas los velos, se pierde la magia —dijo, con suavidad, ignorando el tono ofensivo de Silvia—. Hasta ahora, has vivido entre velos, pero ellos han comenzado a caer. Crees que tu vida verdadera es la que viviste hasta hace unos días, sin embargo ¿sabes quiénes son, realmente, tus padres?, ¿quiénes son tus amigos?

—Claro que lo … —Kahina le indicó que callara.

—Quieres regresar a casa, Silvia, pero no entiendes que ya estás ahí. Naciste con el destino escrito en tu corazón y no puedes huir de él, ni siquiera, si regresas al que crees que es tu mundo. Ya no. Nunca más. Desde el momento en que decidiste ir a la playa y se activó la profecía, ya no hay vuelta atrás.

—¿Profecía? ¿De qué hablas? Por favor, explícame, necesito entender —suplicó.

—Anastan ya te dijo que debes buscar tu lugar de nacimiento y que aquellos números te llevarán a él. También te dijo que son coordenadas, pero no son las coordenadas que crees. Éstas, no están en los mapas.

De pronto se escucharon gritos. Silvia siguió al tuareg, con la mirada, mientras salía de prisa, y al ser sorprendida por Kahina, se sonrojó.

—Tu camino está recién comenzando —le dijo, y esbozando una sonrisa misteriosa, agregó—: Y el destino suele jugar con nosotros.

—¿Qué quieres deci…

Al escuchar el alboroto fuera, la joven la interrumpió y le indicó que la siguiera. El campamento estaba desmontándose. Las mujeres comenzaban a irse y los hombres a caballo, parecían esperar órdenes.

—¿Tenemos tiempo?

— Poco, Kahina. Están muy cerca —respondió Anastan.

—¿Qué pasa? —preguntó Silvia.

—¡Debes irte! Vamos ¡llévatela, Abdanadak!

—¿A dónde? ¡No! ¡No quiero ir con él!

—Es mi hermano, es mi sangre. Él cuidará de ti. Yo los alcanzaré en cuanto pueda.

No le dio tiempo para resistirse, porque la subió al caballo de su hermano antes que pudiera reaccionar; y Silvia, aterrada ante la idea de separarse de su protector, comenzó a luchar por bajar.

—¡Maldita seas! ¡Quédate tranquila! —exclamó Abdanadak, inmovilizándola con los brazos—. Yo tampoco quiero ir contigo.

—¡Llévala a Abalessa! —le dijo, Kahina.

Se alejaron a prisa, y lo último que vio Silvia, fue el vestido de la joven, agitándose al viento mientras galopaba junto a Anastan.

AUTORA: María Teresa Espinoza.