SÉ QUE ESTÁS AHÍ

Sé que estás en la ventana. Para nada me incomodas.
Tengo una cita con Stephen. He llegado hasta aquí siguiendo las indicaciones del GPS. Le ha faltado poco a la voz “raquítico-femenina” advertirme de tu presencia. Insistía en reconducirme a otro destino. Tendré tiempo para ti.
Aquí, tras la reja del jardín, en el número 47 de la calle West Broadway, en Bangor, te reto. Me custodian las arañas, murciélagos y criaturas de extrañas cabezas que adornan la forja. He optado por el negro, pantalón y jersey ajustado. Es un color que estiliza y resalta la melena rubia. La mascarilla a juego, con una calavera en cada mejilla, y las gafas oscuras, culminan el look. Incluso yo me doy miedo. Los tacones harán que juegues con ventaja, sabrás dónde me encuentro en cada momento. Me gusta el riesgo.
Absorta y desafiante, no me percato que, tras de mí, hay alguien.
Es Stephen. Al parecer, lleva un rato observándome. Sin conocernos de nada, solo unos correos de intercambio, y ya nos hablamos con la mirada. Un escalofrío recorre mi médula espinal; es una mezcla de morbo, miedo y atracción. Me alegra llevar la boca tapada; pienso que Stephen podría leer mis labios, incluso sin moverlos.
Me invita a pasar al otro lado, donde el césped verde hace de alfombra ante la casa de estilo victoriano. La fachada blanca y roja termina de darle ese aspecto misterioso. Un arce japonés, salpica la hierba con sus hojas coloradas.
He venido hasta aquí, con dos propósitos: uno, aprender a escribir bien; el otro, lo descubrirás.
Como buen anfitrión, Stephen coge mi maleta y se dispone a enseñarme la casa. Uno de los requisitos indispensables es no llevar armas en el equipaje. Le gusta bromear diciendo que no son necesarias en su mansión.
Parte de la vivienda está destinada al retiro de escritores, hasta cinco al mismo tiempo. Debido a La COVID-19, nos recibe de uno en uno. Ocupo ahora mismo esa prestigiosa posición.
Desde que leí “Mientras escribo”, sentía curiosidad por este lugar y por ti. En el libro, King te invita a contactar con él y que le envíes un relato a partir de unas indicaciones. Me atreví. Lo hice. Así, comenzamos a entablar conversaciones y a empatizar. Esto, es lo que me ha traído hasta aquí.
Hábilmente, hace una selección de personal; no lo dice, pero, mientras intercambia mensajes contigo, ha analizado tu potencial. Espero que no haya descubierto que me suelen gustar las personas mayores y mi tendencia es sapiosexual.
Igual no ha sido buena idea lo de los tacones. Conforme avanzamos por el pasillo que conduce a las habitaciones, mis pisadas hacen eco. Stephen cojea ligeramente. Cuenta en su libro que sufrió un accidente mientras paseaba, como cualquier tarde. Una camioneta lo atropelló. Desconoce que yo estuve allí. No era su día. En ese momento, lo tuve fácil. Un pequeño empujón hizo que recibiera el golpe en un costado y no le dio de pleno.
Sus 74 años solo se manifiestan en su físico. Su cerebro es de una persona joven. En nuestros mensajes, hemos bromeado que no es tan raro como cree la gente. Tiene el corazón de un niño, en un frasco de cristal sobre su escritorio.
Dos simpáticos perros, de raza corgi, se enredan en nuestras piernas. Un graznido estremecedor me hace saltar al otro lado del pasillo. Steph suelta una carcajada, mientras yo descubro que se trata de un muñeco de goma de aspecto diabólico, que Molly, también llamada “La cosa del mal”, ha dejado caer a mis pies. Era de esperar. En la casa es todo muy al estilo del escritor.
Este viaje hubiera sido perfecto un viernes 13, lluvioso. Pero a King, este número no le gusta. Tiene su gracia. Me contó que cuando hace la compra, para evitar esa cantidad, paga 12,99 USD, así se ahorra incluso un centavo.
Él es generoso. Es sabido por todos sus fans y vecindario. Le divierte ser tacaño por ese importe.
Durante mi estancia, el calendario de noviembre tiene un viernes con el fatídico número. Será perfecto: “el día de las librerías”.
Mi escaso inglés, sus carcajadas y su esfuerzo por entendernos, han hecho corta la distancia hasta llegar a la habitación.
Cómo no, la puerta chirría al abrirla. El sonido horroriza, pero no tanto como el tarro de cristal encima del escritorio. Me pregunto si lo que hay dentro puede ser otro juguete de Molly. Sobre la mesilla de noche visualizo unos folletos, como en los hoteles. Se trata de excursiones al cementerio de mascotas, rutas por las alcantarillas del vecindario y visita guiada a la librería preferida de King.
Mientras mi retina repasa los detalles, a mi espalda, Steph, también se recrea.
Son muy directas sus indicaciones. Para tenerlas presentes, una sobre otra, están clavadas en la pared: “Escribir a puerta cerrada, sin interrupciones, durante siete jornadas.
Tratar de llegar a las dos mil palabras por día.
Dejar reposar y corregir.
Nada de móviles ni redes sociales mientras tanto.
Y, lo más importante, no abusar de los adverbios, “indudablemente”.
Se aprende a escribir, escribiendo”.
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Ha llegado el día que te hace protagonista. Sí, hoy está nublado y es viernes 13.
Me salto las normas. Recorro la casa al compás del eco de mis tacones. Cada vez puedes oírlos más próximos. No voy armada, pero me siento segura.
Traspaso la cocina, el salón y el despacho de King.
Sí, las puertas de tu habitación también chirrían. Estás ahí, junto a la ventana, tras el visillo.
Una pequeña brisa te hace temblar. Me acerco a ti.
Mi vello se eriza por la electroestaticidad.
Suelto el broche de mi pañuelo y, de un golpe seco, te hago estallar. El suelo queda salpicado de látex rojo
—¡Adiós!, globo.
Pasan dos segundos. Tomo aire.
—¡Ahora tú, Pennywise!
